Los toros y las letras (4) La amistad es grandeza si hablamos del torero riojano Diego Urdiales (2)
Ánjel María Fernández antes de adentrarse en el toreo de Diego Urdiales en Los amigos (2020) —uno de los motivos de la novela—, nos da su particular visión de lo que debe ser un torero. Para exponerlo utiliza términos que él mismo elabora: hartista, bailahoras, torero de Pisa o torero Eiffel. Los explica y logra transmitirnos su concepto del toreo para presentarnos, más adelante, cómo torea Urdiales. Lo hace desde la crítica al toreo que él ve en las plazas españolas a comienzos del siglo XXI. Desde tal planteamiento nos dice, en primer lugar, que el torero hartista es aquél que se repite, que se limita a hacer «siempre lo mismo». A ese torero sin imaginación Fernández antepone el torero artista auténtico, que con inventiva «inaugura» y logra trasladarnos a espacios artísticos nuevos, frescos y espontáneos.
Pasa después a señalarnos que existe un torero cansino al que denomina bailahoras porque aplica un toreo interminable y sin ajuste al canon (parar, templar, mandar), un toreo repetitivo y superficial, que los viejos aficionados recordamos como pegapases (sobre todo en la época de la Transición a la democracia), es decir, es el torero que se harta y harta, con los pases, con el mismo pase. A este denostado torero Fernández le enfrenta al verdadero, bailaor, que en la danza se acopla al toro, desde el precepto clásico y aplica «ritmo y compás». A continuación, el autor de Los amigos, nos muestra al torero Pisa, que es aquel que torea tumbado o hace el toreo alcayata, tan en boga, tan antiestético. Frente a este toreo antinatural, Fernández defiende al torero Eiffel, porque torea desde la vertical, derecho e íntegro.
Desde tales formulaciones Ánjel María Fernández ha definido el toreo de Diego Urdiales, que es para él un «torero Eiffel, bailaor y artista». Un torero que torea desde la naturalidad, desde la verdad, desde las reglas clásicas, con arte y con estética. Un torero, Urdiales, que posee creatividad y clasicismo, y que sin ser del sur peninsular es capaz de atesorar duende (ese encanto profundo y misterioso, indefinible) y de aderezar sus faenas con gracia y garbo o pellizco. Es un pellizco especial que Fernández quiere que lo entendamos, pues en Urdiales viene a ser como «un hormigueo muy interior», como «un pellizco óseo». Así, en este caso, nos encontramos con una aportación del torero riojano a la manifestación artística taurina en lo espiritual, para que esta no sea etérea sino sustantiva o como una hazaña de las bellas artes. Algo que ofrece por haber nacido al norte de España, siempre en todo más grave o sustancial; que supera a lo efímero grácil, porque se esfuma con arte, y que define al sur.
Fernández en Los amigos nos presenta a Diego Urdiales como un torero muy clásico, pero nos advierte, finalmente, que no sólo es eso, sino que es un torero de su tiempo, un torero «muy moderno». ¿En qué consiste esa modernidad? En destinar la técnica que él tan bien conoce al logro artístico que quiere conseguir en cada momento, en ponerla «al servicio de su arte». En este sentido Urdiales se convierte en torero completo, contemporáneo, porque es antiguo y es moderno. Todo al mismo tiempo. También, valiente porque asienta los pies. Y consumado artista porque torea incluso cuando no está toreando, pues todos sus movimientos están adheridos a su quehacer taurómaco. Torea en todas sus acciones. Sin trampa. Ortodoxo. Solemne. Natural. Honesto y sencillo.