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AQUELLAS VENDIMIAS

El toque de campana que daba paso a la jornada de vendimia se escuchaba desde la iglesia de Uruñuela a las 8 de la mañana. Nos solía coger ya de camino a la viña. Íbamos en un carro auxiliar, en el que se llevaba el agua, la bota y el garrafón de vino, los cestos, los “cortes” y el almuerzo que nos iba a dar fuerzas para llegar hasta el momento de la comida. Por otro lado, iba el carro o carros con los “comportones”, recipientes de madera de forma troncocónica en los que se transportaba la uva al lago y que, lógicamente, iban para el “majuelo” vacíos.

Comportón

El desayuno, para la familia, había sido bastante frugal, y prácticamente inexistente para los vendimiadores que habían llegado de fuera, que arrancaban el día simplemente con una copa de anís, siguiendo la costumbre que se daba en el pueblo. El cuerpo estaba frio y con el dolor de riñones que se arrastraba de los días anteriores y que el descanso nocturno no había conseguido eliminar del todo.

Recuerdo lo corto que se hacia el viaje y la pereza que daba poner pie a tierra cuando se llegaba a la viña. Lo primero era colocar los “comportones”, estratégicamente situados para que se fueran llenando al avanzar el tajo; después hacerse con un cesto y con el “corte”, que podía ser el “corquete” o tijeras de vendimiar. Algunos vendimiadores todavía preferían el “corquete”, pero ya se iban imponiendo las tijeras, más fáciles de usar, pero peligrosas, pues podías llevarte una herida si te descuidabas.

Pongamos que hablo de un otoño, al final de los sesenta, habiendo yo acabado el “Preu” y estando a punto de comenzar en la Universidad. Era obligado echar una mano en casa, en una tarea que requería mucha mano de obra.

Para las vendimias solían juntarse dos o más agricultores, normalmente hermanos o cuñados, ya que debía disponerse de al menos dos carros y la correspondiente fuerza de tiro de las mulas o mulos (“machos”) que cada uno tuviera. Era normal que en los carros cupieran doce comportones, con una carga, cada uno de ellos, unos 120/ 130 kilos de uva y que para su manejo y elevación al carro se precisaran dos personas, que con una mano cogían el “comportón” por su base, mientras que con la otra apresaban la mano de su pareja, haciendo ambos brazos de contención de la carga.

Por aquellos tiempos los carros de ruedas de llanta metálica ya habían sido sustituido por otros con ruedas provistas de neumáticos. También por esta época se empezaron a eliminar los comportones, colocándose la uva directamente en la caja de los carros en los que se instalaba una lona impermeabilizada. Pronto los carros serían sustituidos por las “galeras”, con dos ejes y cuatro ruedas, aportando más estabilidad y capacidad de carga. Algo después, ya en los años 70, empezaron a generalizarse los tractores.

Además de ropa apropiada para la tarea, siempre había que echar al carro un traje de agua (chaqueta y pantalón) por si nos cogía la lluvia cortando uva, y también para las mañanas de rocío, que solían darse después de noches despejadas, sin nubes. En este caso, la cepa nos recibía empapada de agua, con temperatura fresca, en torno a los 10/ 12 grados, sin que pudiera evitarse que, a pesar de esa protección, el agua que había en las hojas de las cepas llegara a mojar, por los brazos, el jersey y la camisa.

En esos momentos, y también con la lluvia, la ya de por si penosa tarea del vendimiador -riñones agachados cortando uva, la carga del cesto con unos veinte kilos hasta subirlo al hombro, el traslado del cesto hasta su descarga en los comportones -, se hacía todavía más dura, por la incomodidad que suponía el traje de agua. El sol solía llevarse el rocío al cabo de una hora de trabajo, marcando el momento de desprenderse del incomodo traje de agua. El colmo se producía cuando después de la lluvia quedaba el suelo embarrado, ya que el barro podía pegarse tanto al culo del cesto como al calzado, y ello sin contar con los problemas de movilidad   que, sobre todo en determinados tipos de suelo, tales circunstancias suponían para el movimiento de los carros y galeras.

En torno a las diez de la mañana se paraba para reponer fuerzas con el almuerzo. No podía faltar el sabroso y nutritivo “bacalao a la riojana”, con su pimiento y su tomate, preparado normalmente la noche anterior y que se recibía con alborozo. Para mí era el mejor momento del día.

Allí estábamos todos entorno al “perolo”, también, por supuesto los vendimiadores. Eran una parte fundamental en la tarea, y salvo familiares o personas de confianza a los que se buscaba en el pueblo o en pueblos limítrofes, venían de distintas procedencias. Recuerdo particularmente a tres de ellos: “el gallego”, “el asturiano” y “el noruego”. A todos se les daba cobijo en una habitación que teníamos para ese uso en la planta baja de casa, donde dejaban sus escasas pertenencias y donde dormían en colchones de lana que nosotros ya no usábamos. Su aseo personal era todo un misterio.

El “gallego” era un tipo menudo, de pocas palabras y edad indefinida. Procedía de la Galicia interior, “carrilano”, muy machacado por la mala vida que llevaba, pero en todo caso, buen vendimiador, ágil cortando uva con corquete y que raramente se quedaba atrás con su “renque”. Vino a vendimiar varios años. Recuerdo que tomaba la sal a puñados. En una ocasión, sin venir mucho a cuento, amenazó con su navaja a mi padre; menos mal que los que estaban presentes se interpusieron y se resolvió la situación. Ni que decir tiene que no repitió al año siguiente.

El “asturiano” era algo más joven. Comentaba que había sido minero y parecía algo “tocado” por la silicosis. Por los gestos que ponía cuando escuchaba en casa el “Parte” de Radio Nacional y las maldiciones soterradas que lanzaba contra Franco y su Régimen, dedujimos que debía de ser comunista. Tampoco hacía buenas “migas” con los curas y la Iglesia, cosa que en el ambiente del nacionalcatolicismo que imperaba en aquellos años en España, y por supuesto en Uruñuela, no dejaba de llamar la atención. Recuerdo la cara que puso mi madre una noche, durante la cena a la que asistían todos los vendimiadores, cuando a mi padre se le ocurrió comenzarla bendiciendo los alimentos. Además del gesto, mi padre se ganó también un discreto, pero contundente codazo.

En uno de aquellos años apareció por el pueblo un tipo que pedía vendimiar. Era alto, creo que llegaba al metro noventa, de aparente buena complexión, rubio, y que en su mal español se identificó como noruego. Yo creo que fue la primera vez que aparecía por el pueblo un “guiri” en tiempo de vendimias. A pesar de ello, a mi padre se le abrieron los ojos cuando lo vio pensando que por sus condiciones físicas haría una pareja ideal para cualquiera a la hora de cargar los comportones.

Uruñuela viñedo en vaso podado

La realidad vino a desmentir tales expectativas. Para empezar, en su primera mañana de trabajo en la viña se apartó ostensiblemente de su tajo. Preguntado por el motivo de ello, alegó dolor de estómago.  Se le procuró el alivio que podía haber a mano, tal vez bicarbonato, y pareció que se sintió mejor, volviendo al trabajo. De todas formas, su rendimiento aquel día fue muy escaso. Tal como “pintaba” se le exoneró de la tarea con los comportones. Al siguiente día, todo indicaba que había mejorado y que las molestias habían desaparecido, cosa que confirmó él mismo durante el almuerzo. Por la tarde, llegó el momento de la verdad, cuando mi padre le pidió que se pusiera a cargar comportones. Se le enseñó la postura corporal con la que debía “atacar” la carga para conseguir el mejor resultado del esfuerzo. Todo resultó baldío, no pudo levantar el comportón, haciendo “fu” como el toro manso ante el picador.

Esa misma noche se le puso la cuenta.

Uruñuela
Uruñuela
Luis Fernando Leza Campos
Ingeniero Agrónomo y Diplomado Superior en Viticultura y Enología

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